Síntoma de agosto
Probablemente, estos días me estaría dedicando a escribir el siguiente poema si no fuera porque ya lo escribí hace hoy tres años. Se titula “Síntoma de agosto”. Aunque bien podría haberse llamado “Síntoma de finales de julio”.
El invierno a sí mismo se adelanta.
En agosto. Cuando aún los calendarios
proclaman días largos y remansos de solsticio.Pero el invierno, en sigilo, madruga.
Se levanta temprano, con el verano a medias,
y asoma una migaja de noche tierra adentro.
La mañana bosteza, se despoja
— sólo con lentitud — de la neblina.
Comienza, un día, el día por cuestionar el sol
y ya un rayo no llega: apenas la promesa
de una sombra más larga.Tantas veces el frío nació en forma de duda.
Poco a poco los pájaros ahogan sus melodías.
La luz, aunque amanece, se bate en retirada.De Lenguaje ensamblador (Renacimiento, 2019).
A estas alturas del año, en Galicia, con un desfase de más de dos horas y media respecto a la hora solar, las tardes tienen una duración suficiente. Sigue siendo esa luz barroca en cada atardecer, demorando su marcha hasta más tarde de las diez de la noche, imprimiendo en el cielo un día más toda su desmesura y exceso.
Sin embargo, por las mañanas, un inequívoco declive ya ha comenzado. A las siete es ya otra vez completamente de noche, y volverá a serlo hasta la llegada —en teoría, tan lejos — del mes de mayo. Amanece despacio, entre la niebla o con nubes. El rastro del verano sólo se intuye con la mañana avanzada. Hay un mensaje claro: el invierno ya está afinando su garganta; las notas que pronuncia, con voz suave, acompañan a esa luz poco a poco marchita.
En todo caso, se trata de una sensación ambivalente. La mengua de luz es, al fin y al cabo, un recordatorio de la vida. La luz, con su progresiva tenuidad, escenifica la decadencia, la pérdida. Funciona como un espejo nuestro, como una infalible compañera de viaje. Tiende la mano. Y algo se encoje en nosotros si nos damos cuenta de que la luz ya no es la misma que la de hace un mes, incluso una semana. Una punzada análoga, pero menos severa que la de observar el envejecimiento en los demás. Una cana, una arruga, un movimiento ligeramente más cansado. Día tras día. No importa que no siempre juzguemos. Cuando lo hacemos, duele. Sobre todo si lo advertimos en las personas a las que queremos. Y porque también somos nosotros. Todos somos a la vez cuerpo y espejo de una pareja decrepitud.
Faltan meses para que llegue el discurso de la primavera, tan necesario. Ese que nos recordará que la vida — siempre que no nos carguemos el planeta, que por ahora es adonde nos dirigimos — seguirá ahí, a pesar de todo. Asistimos a la primavera como al nacimiento de un bebé, como contemplamos la vitalidad e ingenuidad de los niños. Son contrastes que confirman un relato eficaz, que nos reconforta aunque no se trate más que de un espejismo. Que nos reconforma, al menos, hasta ese momento que tan brillantemente recoge Andrés Neuman en forma de endecasílabo: “cuando las hojas vuelvan y yo no”.
No puede obviarse: siempre habrá una primera primavera que no conoceremos. Mientras tanto, esa estación, junto con parte del verano, seguirá jugando a ser el contrapunto del resto del tiempo, que es el predominante. La caída de los días, la fragilidad de la luz, nos entumece en buena medida la esperanza, pero a la vez nos hace sentirnos reconocidos. Igual que podemos reconocernos en el entusiasmo fútil de un perro que va una y otra vez a por la bola, en la fragilidad de los saltos de un gorrión o en los pasos torpes de un pingüino. Una caída continua en la que buscamos una mano, literal o metafórica, para que en ese caer acompañe a la nuestra.
Porque, a pesar de las aflicciones, de las inevitables melancolía y decrepitud, prevalece en nosotros la necesidad de los vínculos, la necesidad de comprender. Por muy ajenos que podamos sentir los movimientos de translación y rotación de la Tierra, el síntoma de agosto es también nuestro síntoma. Y es nuestra esa sed de empatía que incluso nos lleva a beber con los ojos la luz.